Jueves, 14 de Agosto 2025, 11:08h
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Debo confesar que siempre he profesado una cierta querencia 'ludita' o aversión a las máquinas. Mi abuelo, que había trabajado como taxista en los años de la posguerra, me inculcó una formidable inquina al automóvil que, a simple vista, podría parecer paradójica; pero que era inquina con conocimiento de causa (conocimiento de las plurales servidumbres que el automóvil incorpora a nuestra vida). Por influencia de mi abuelo, y también de mis lecturas adolescentes (de mi amado Miguel Delibes a Thoreau), fui desarrollando una enemistad creciente hacia las esclavitudes que las máquinas introducen en nuestra vida, bajo una apariencia de mayor libertad. Por ello, cuando mi vocación literaria se definió plenamente, resolví escribir a mano; pues consideraba que la máquina siempre interpone entre el hombre y la obra salida de sus manos un ingrediente de distanciamiento y frialdad, como si entre los engranajes de la máquina se quedasen atrapados algunos jirones de nuestra alma que no llegan a incorporarse a la escritura. Luego, cuando hice de la escritura mi oficio, hube de resignarme a escribir mis colaboraciones de prensa en el ordenador (por agilizar el proceso); pero mi obra de creación he seguido escribiéndola siempre a mano, porque es entonces cuando mi prosa se vuelve más intensa y penetrante (dentro de las modestas capacidades que uno posee, naturalmente).
No quiero que ninguna máquina me 'transforme' la vida: las almas, nos enseña San Agustín, tienen vocación de estabilidad
Pero, sin duda, el paso más definitivo (y sin retorno) en mi resistencia a la infestación tecnológica fue mi negativa a usar el llamado (casi siempre en inglés, para más inri) 'teléfono inteligente'. Aceptar la intromisión del teléfono móvil en mi vida ya me había resultado muy penoso, pues nunca he soportado recibir llamadas intempestivas (casi todas lo son), y mucho menos mensajitos inanes o pelmazos; pero, tras una resistencia numantina, acabé cediendo por insistencia de mis allegados, que deseaban que les diese señales de vida cuando andaba rodando por esos mundos de Dios. En realidad, en estos casi veinte años transcurridos desde mi cesión, el móvil nunca ha dejado de ser en mi vida un trasto enojoso que voy perdiendo por doquier y apenas atiendo; y que, con frecuencia, se convierte en la sepultura de muchos requerimientos de gentes extrañas que, por no conocerme, creen que consiguiendo mi número de móvil van a acceder más fácilmente a mí. Pero con el llamado 'teléfono inteligente' no transigí; enseguida comprendí que, con su pantallita táctil y su bazar de aplicaciones, con su 'conectividad' superferolítica, su cámara chupiguay y demás zarandajas, era un artilugio concebido para destruir nuestras vidas; o, como reza la propaganda con eufemismo euforizante, para «transformarlas». Pero yo no quiero que ninguna máquina me 'transforme' la vida; quiero que mi vida sea la misma siempre, porque las almas –como nos enseña San Agustín– tienen vocación de estabilidad.
Los 'teléfonos inteligentes', en efecto, han 'transformado' por completo la vida de las personas; o, dicho más exactamente, han 'transformado' a las propias personas, pues se han convertido en un órgano más de su cuerpo, que se distingue del riñón o el bazo porque es un órgano externo y, sobre todo, porque en lugar de insuflarnos o infundirnos vida, nos la succiona o jibariza, es un órgano extractor que nos convierte en rehenes, robando muchas horas a cada uno de nuestros días (existe una función en los móviles que permite comprobarlo), pero también robando nuestras capacidades intelectivas, hasta convertirnos en seres estólidos que se alimentan bulímicamente con las bazofias que el artilugio les suministra. A veces, cuando viajo 'desmovilizado' en tren, me fijo en los rehenes que me acompañan en el vagón, en su entrega hipnótica al artilugio que les brinda, con tan sólo pasar el dedo por su pantallita táctil, un acopio de memes memos, de videos majaderos, de músicas homínidas (como ponen el volumen a toda pastilla, compruebo que sus cantantes predilectos no tienen mejor dicción que un orangután), de bazofias varias e innumerables, mientras no paran de recibir guasaps que a su vez incorporan más memes memos, más videos majaderos, más músicas homínidas que los entretienen, que los conmueven, que los hacen reír o llorar.
Los contemplo con piedad y espanto, como quien contempla a un rehén que renuncia al rescate (porque ya ni siquiera concibe otra forma de existencia); y ellos me miran con desdén y suficiencia, como quien mira a un australopiteco que se ha quedado rezagado en al árbol evolutivo, orgullosos de contar con un órgano añadido que les va succionando la vida y la inteligencia.
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