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Mi hermosa lavandería

Desmontar el racismo

Isabel Coixet

Jueves, 14 de Agosto 2025, 11:16h

Tiempo de lectura: 3 min

Durante varios siglos, el hombre ha intentado ordenar la naturaleza y los seres vivos estableciendo categorías, grupos, órdenes. Al principio, las únicas diferencias anatómicas fueron suficientes para comparar dos poblaciones, lo que clasificó a los murciélagos en el orden de las aves por el simple hecho de que ambos estaban dotados de órganos para volar.

«Es estúpido invocar el color de la piel para fundar jerarquías evolutivas, a menos que los individuos de piel clara reclamen su proximidad genética con los chimpancés»

Aplicado al Homo sapiens, este método marcaría las mentes y el curso de la historia durante mucho tiempo.

En 1758, Carl von Linné propuso en Systema naturae cuatro variedades de Homo sapiens, atribuyéndoles características poco científicas:

– Los Americanus: rojo, colérico y recto.

– Los europeos: blanco, sanguíneo y muscular.

– Los Asiaticus: amarillo pálido, melancólico y rígido.

– Los Afer: negro, flemático.

En 1775, el naturalista Johann Friedrich Blumenbach propuso, basándose en Linné, una nueva clasificación del Homo sapiens: De generis humani varietate nativa. En 1795, adoptó definitivamente la siguiente taxonomía: la variedad caucásica de piel pálida (Europa), la variedad mongola (China y Japón), la variedad etíope de piel oscura (África), la variedad americana y la variedad malaya (polinesios, aborígenes...).

La gran novedad de Blumenbach es que establece una jerarquía entre las variedades. Sitúa a la variedad caucásica en el origen de las demás según un criterio muy personal: para él es el pueblo más hermoso. Las otras variedades son una degeneración en relación con esta población original.

Todos estos intentos de clasificación marcarán las épocas y nuestra forma de ver el mundo. Los heredamos y forman parte de nuestra historia. Y muchos  –demasiados– todavía utilizan estas teorías anacrónicas y basadas simplemente en un par de criterios personales para sustentar la bajeza del racismo.

La ciencia y la genética nos demuestran que el Homo sapiens es una raza por derecho propio, sin subcategorías... y  no podemos hacer una clasificación por criterios tan subjetivos como el color de la piel, la geografía, la cultura o la belleza de un individuo. Y, sin embargo, lo hacemos constantemente. La realidad es que, desde el marrón oscuro hasta el blanco aspirina, todos los Homo sapiens tienen el mismo origen; y todos y cada uno de nosotros, hayamos nacido donde hayamos nacido, tenemos un 3 por ciento de Neandhertal.

El paleogenetista Johannes Krause dice: «Si retrocedemos un poco más en la historia de la humanidad, nos damos cuenta de que la piel oscura también fue inicialmente una adaptación. Nuestro primo el chimpancé tiene una piel clara bajo su pelaje negro. A medida que el hombre perdía el pelo, el color de su piel se adaptó claramente para proteger su cuerpo ahora desnudo del sol. Esta sola razón es suficiente para demostrar que es una gran estupidez invocar el color de la piel para fundar cualquier jerarquía evolutiva. A menos que los individuos de piel clara se preocupen por reclamar una proximidad genética especial con los chimpancés».

Esto confirma que nuestro antepasado común tenía la piel morena (para resistir el sol) y muchos pelos.

Sea cual sea el color de nuestra piel, todos tenemos melanocitos, que producen melanina (pigmento natural) bajo el control de nuestros genes. Dependiendo de su concentración, este pigmento oscurece más o menos nuestra epidermis. Al mismo tiempo, la cantidad y la intensidad de los rayos solares influyen en nuestro cuerpo, que, para protegerse, produce más o menos melanina: este es el fenómeno del bronceado.

Que esta simple y básica cuestión genética haya sido un puro instrumento de colonización y dominación es algo que, como tantas cosas, me supera completamente y me indigna.