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Patente de corso

Una historia de Europa (CX)

Arturo Pérez-Reverte

Viernes, 18 de Julio 2025, 11:41h

Tiempo de lectura: 3 min

En la carnicería internacional que entre 1914 y 1918 ensangrentó Europa hubo héroes y villanos; pero muchos de esos villanos estuvieron calentitos en la retaguardia. Forrándose, además. La desgracia de millones de seres humanos siempre acaba, por inevitable ley histórica, beneficiando a otros cientos, o a otros miles. Y ésta no fue una excepción: guerra económica, economía de guerra, necesidad de productos industriales y materias primas (en España, país neutral, se hicieron buenos negocios gracias al conflicto). Un paisaje ideal para empresarios avispados en quienes las banderas no eran sino pretextos o cuando convenía resultaban inexistentes. Industriales alemanes, en pleno conflicto, vendían a través de países neutrales (como Suiza, parásito beneficiado de todas las guerras del siglo XX) obuses y material de acero a sus enemigos franceses e italianos; e industriales británicos, mediante el mismo sistema (vía Dinamarca y Holanda, en su caso) vendían a Alemania cemento, níquel, copra y soja. Así, alimentada y prolongada por esa enorme cantidad de hijos de puta, la Gran Guerra seguía su curso hasta el agotamiento mutuo: trincheras, miseria, motines de soldados (reprimidos con fusilamientos masivos), ciudades arrasadas, gases tóxicos, nuevas armas como tanques y aviones, etcétera. La superioridad naval de los aliados acabó por imponerse gracias al poderío de la Armada británica, que bloqueó las rutas comerciales de la economía alemana a partir de la batalla de Jutlandia (1916). Respondieron los del káiser con la guerra submarina contra todo barco civil enemigo que se topaban, incluso contra mercantes neutrales que transportaban mercancías a puertos aliados, hundiendo millón y medio de toneladas en sólo tres meses (sobre ese asunto recomiendo ver Mar de fondo, una de las primeras películas de John Ford). Pero el caso fue que a los boches les salió el torpedo por la popa, pues la guerra submarina (acordémonos del transatlántico Lusitania) además de meter a Estados Unidos en la guerra, secundado por varios países hispanoamericanos, hizo que norteamericanos y británicos aumentasen su producción naval. A finales de 1917 los alemanes ya habían perdido el mar y estaban exhaustos en tierra. Para entonces, el balance de unos y otros era aterrador (sólo Francia, por mencionar a un contendiente, tenía millón y medio de muertos y tres millones de heridos). Pero es que, además, Europa se había derrumbado económicamente, perdido los mercados internacionales, devastado sus propias regiones industriales y arruinado las finanzas públicas. Aquello podía considerarse, en palabras del papa Benedicto XV, un suicidio de la Europa civilizada. El Viejo Continente abdicaba de su prestigio y su hegemonía mundial y pasaba, qué remedio, el testigo a los jóvenes y ambiciosos Estados Unidos; que a partir de entonces pesaron cada vez más en el concierto internacional. Puestos a buscar algún consuelo, las únicas consecuencias positivas de la guerra provinieron, paradójicamente, de sus peores horrores. El movimiento pacifista tuvo desde entonces carácter amplio y solidez intelectual. Por otra parte, impulsada por las necesidades bélicas, la tecnología en general alcanzó (no siempre para bien, naturalmente) cotas insospechadas. Además, los efectos de las armas químicas, las explosiones, las heridas, la gangrena, el tifus y el cólera de las trincheras dieron lugar a extraordinarios progresos en medicina: hospitales de guerra, radiología, cirugía, técnicas de amputación, cirugía plástica, antisépticos y vacunas. De cualquier modo, se mire por donde se mire, la Primera Guerra Mundial (que hoy parece olvidada en relación con la Segunda) tuvo la importancia capital de marcar la línea entre el final de un mundo y el comienzo de otro. No todos habían sido felices en aquella Europa (la emigración masiva demostró que mucha gente quería escapar de ella), pero es cierto que el mundo de ayer (en palabras de Stefan Zweig), la idea de progreso y felicidad, la Europa burguesa, confortable y admirada del mundo, aquella certeza superior de sí misma procedente de la antigüedad clásica, la latinidad medieval y la Ilustración, agonizaba sin remedio. Nuestra confianza en lo permanente ha desaparecido, escribió el historiador británico Trevelyan; pero el escritor francés Paul Valéry lo definió aún mejor: Nosotros, las civilizaciones, sabemos ahora que somos mortales. Y no hay verdad europea tan cierta como ésa; pues mientras se apagaba el tronar de los cañones, el horizonte crujía con ruido de botas de las nuevas falanges del orden negro y del orden rojo. La paz de 1918 no iba a ser sino una tregua. Un aplazamiento.

[Continuará].

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