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Patente de corso

Nunca terminas, sólo abandonas

Arturo Pérez-Reverte

Viernes, 03 de Octubre 2025, 11:06h

Tiempo de lectura: 4 min

Muchas veces me han preguntado cómo se escribe una novela, y siempre respondo lo mismo: leyendo mucho, o habiendo leído antes. No hay manera más cierta ni más noble. No siempre tengo ocasión de conversar con esos jóvenes –o no tan jóvenes, pero también inocentes– que se acercan con la ilusión intacta, buscando el consejo veterano que oriente sus pasos. Los escucho y atiendo, cuando puedo, con cierta ternura, porque reconozco en algunos de ellos al reportero novato, al novelista bisoño que después fui, con la creencia ingenua de que en algún lugar debían existir la clave, el secreto, la solución, la fórmula.

La página perfecta es el mar de los Sargazos del escritor. Quien se queda atrapado en ella languidece en un océano sin vientos ni corrientes

La verdad es más dura y más hermosa: la escritura no se enseña, se vive. No se aprende en manuales ni en academias, sino en los libros leídos, la vida vivida, las páginas propias que se pierden como barcos naufragados y otras, las felices, que llegan a puerto. Escribir novelas es sobrevivir a tempestades cuando el mar quiere tragarte. También yo busqué consejo en los que navegaron antes, y en ellos aprendí algo igual de valioso que una técnica: la convicción de que la página perfecta es una trampa que paraliza al escritor. Porque la literatura, como la vida, no se mide en victorias limpias, sino en el coraje de avanzar, incluso a riesgo de equivocarse. 

No tengo certezas, pues casi todas las perdí. Pero con el tiempo salvé algunas intuiciones y experiencias; entre ellas, hacerme novelista a golpe de errores y algún acierto. En eso pensaba ayer mientras corregía unas páginas escritas por la mañana, cuando me sorprendí pensando que tal vez sí haya una fórmula, al menos para la clase de novelista de infantería que quise ser. La página perfecta –ésa es una de mis pocas certezas– es el mar de los Sargazos del escritor. Quien se queda atrapado en ella languidece en un océano sin vientos ni corrientes. Como aquellos barcos inmóviles y atrapados entre algas, quien confunde perfección con destino se detiene para siempre, pues una novela es más travesía que final. A menudo los planes se alteran cuando los pones en marcha. El que se demora perfeccionándolo todo pierde el impulso. Quien se lanza adelante, jugándosela, puede tal vez conquistar la colina. 

Permítanme ponerme estupendo con citas de autoridad. Paul Valéry lo advirtió con una frase demoledora: «Una obra nunca se termina, sólo se abandona». Dicho en clave militar, esas batallas nunca se ganan; sólo se aguanta lo suficiente para salir vivo de ellas. Excepto si eres un talento indiscutible –algunos genios hay, pero no es frecuente–, pretender páginas pulquérrimas es un espejismo peligroso. Nietzsche, que habría sido eficaz oficial de tropa si no hubiera preferido filosofar a martillazos, lo resumió en su incitación a vivir peligrosamente. Vivir obsesionado con lo intachable es morir petrificado en el ideal. Avanzar entre errores, barro y sangre, es afirmar la vida del relato. También Clausewitz, militar curtido en lo real y no en los desfiles, lo explicó: la guerra –eso vale para la novela y para la vida– es niebla e incertidumbre; y no hay plan que sobreviva al contacto con el enemigo.

Escribir es exactamente eso: avanzar casi a ciegas, tanteando en la bruma del lenguaje. Y cuanta más vida y más lecturas lleves en la mochila, mejores serán tus intuiciones. Quien más que una buena historia por contar pretende palabras bonitas, música impecable, ritmo absoluto, postureo literario, no dispara un tiro y a menudo lo achicharran sin salir de la trinchera. Flaubert empleaba semanas en un párrafo hasta que lo dejaba bruñido como el acero y logró páginas perfectas, pero también el veneno de esa obsesión: el creador prisionero de sí mismo. Faulkner, en cambio, aconsejaba lo opuesto: «El escritor nunca debe sentirse satisfecho. Siempre imagina más allá de lo que puede alcanzar». Escribir una novela no es un desfile de gala, sino barro, fatiga y que te peguen tiros en cada página. Quien se atrinchera en el párrafo perfecto puede perecer en él, pues ignora el antiguo consejo militar: «Nunca demasiado tiempo y nunca en el mismo sitio». 

Hay, en fin, escritores convencidos de que una novela –la poesía es otra cosa– se gana en la retaguardia de lo impecable. Y allí se quedan muchos, enredados en los sargazos de su propia sintaxis, construyendo fortificaciones perfectas mientras el enemigo atraviesa el bosque por otro lado. La página absoluta, si existe, pocas veces se fabrica con orfebrería: se conquista en el calor del combate, como un altozano tomado a la carrera, y suele aparecer cuando estás exhausto y manchado de barro. Quien la busca como objetivo final, quien confunde contar buenas historias con hacer encaje de bolillos, se condena desde el principio. Igual que los viejos legionarios, el narrador de infantería sólo tiene dos opciones: o marchas, o mueres. 

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