Atraídos por falsos rumores y engaños, miles de haitianos que vivían en Chile, Brasil o Panamá lo dejaron todo para emigrar a los Estados Unidos. Unos 14.000 están siendo deportados estos días a un país, Haití, al que nunca pensaron regresar. Confirman una vez allí lo que ya sabían...
Domingo, 03 de Octubre 2021
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No hay nada a lo que volver». Repiten la frase, devastadora conclusión sobre la propia tierra, los haitianos que protagonizan estos días la última crisis en la frontera de México y EE.UU. Su país es, «más que un Estado fallido, prácticamente un Estado inexistente
No hay nada a lo que volver». Repiten la frase, devastadora conclusión sobre la propia tierra, los haitianos que protagonizan estos días la última crisis en la frontera de México y EE.UU. Su país es, «más que un Estado fallido, prácticamente un Estado inexistente», describe un politólogo local. Por eso para ellos –cerca de 5000 han sido deportados por el gobierno de Biden a Haití desde el 19 de septiembre– regresar es, dicen, el peor momento de sus vidas.
Porque, en realidad, hace tiempo que habían huido de su país. Muchos, incluso, en los años 90, tiempos en que miles de haitianos se subieron a balsas de forma masiva rumbo a Florida. A diferencia de los balseros cubanos, sin embargo, ellos no fueron bienvenidos en ‘la tierra de las oportunidades’.
Desde su independencia, en 1804 –la segunda de América después de Estados Unidos–, la historia de Haití es una cadena de revueltas, golpes de estado, intervenciones extranjeras y tiranías sin fin, entre recurrentes desastres naturales. Fue, de hecho, un cataclismo, el terremoto de 2010, con más de 316.000 muertos (casi el 3 por ciento de su población), el detonante de la gran evasión. Pero ante las dificultades para alcanzar el gran vecino del norte, miles de haitianos optaron por irse a Brasil o Chile, dos de los países más ricos de Suramérica y líderes en su día de la misión estabilizadora de Naciones Unidas (2004-2017) tras el golpe de estado contra el presidente Jean-Bertrand Aristide, y también a Panamá.

El lazo creado por la presencia militar, junto a la estabilidad política y el crecimiento económico en el caso chileno, abrió las puertas de ambos países a miles de haitianos. Llegaron por tierra, atravesando selvas y carreteras andinas, visa humanitaria en mano, para ganarse la vida. Muchos aceptaron trabajos precarios y sueldos bajos; una mejora, en todo caso, con respecto a lo que dejaban atrás; pero también hubo quienes consiguieron empleos como cajeros de banco, soldadores, supervisores de minas, empleados de gasolineras... personas que tenían, incluso, casa y coche propios.
Las naciones de acogida, sin embargo, han dejado de ser el refugio que fueron. Crisis económica y pandemia han marchitado la afabilidad con la que los haitianos fueron recibidos en Brasil y Chile, gobernados hoy por presidentes poco favorables a la acogida. La precariedad crece y con ella también las restricciones migratorias e, incluso, las deportaciones de indocumentados, impulsadas por la estampida –más reciente y con implicaciones de geopolítico calado en Suramérica– de los venezolanos. Chile, por ejemplo, apenas ha concedido 3000 visas a ciudadanos de Haití en lo que va de año, lejos de las 126.000 emitidas en 2018. Y, por primera vez en una década se han ido más haitianos del país de los que han llegado.
La guardia fronteriza ha interceptado 14 veces más haitianos en lo que va de año que en todo 2019
La mayoría, de hecho, siempre tuvo a Estados Unidos entre ceja y ceja como destino final. Muchos tienen allí familiares y, sobre todo, esa idealización tan universal del sueño americano. Por eso cuando Joe Biden prorrogó hace unos meses la residencia a 150.000 haitianos residentes en EE.UU., protegiéndolos así de la deportación, muchos confiaron en los rumores que interpretaban tal gesto como una invitación para migrar, confiando en que el nuevo presidente flexibilizaría los requisitos de ingreso para todos ellos. Vendieron así sus pertenencias, renunciaron a sus conquistas, sacaron a sus hijos de la escuela y, aferrados a la esperanza de una apertura en materia migratoria, se unieron a las caravanas de haitianos en dirección al norte.
Alcanzada la frontera del Río Grande chocaron, sin embargo, con la realidad: la brutalidad de los agentes fronterizos, con látigos y a caballo, evocando imágenes de la esclavitud; las deportaciones –regreso forzado y directo en avión a Haití– y el desalojo de un campamento improvisado que, bajo un viaducto de hormigón, acogió durante unos días a 15.000 migrantes. Dado el panorama, se consideran afortunados quienes, tras intentar el cruce, consiguieron regresar a territorio mexicano donde, a pesar de que este país también ha empezado a deportarlos, se han disparado las solicitudes de asilo de los haitianos.

No es extraño. Once años después del sismo devastador que propulsó el gran éxodo, la degradación social y la depresión económica en Haití parecen no tener remedio. En apenas unos meses, el país caribeño ha vivido el magnicidio del presidente Jovenel Moïse, un terremoto que mató a más de 2200 personas y un huracán; tragedias que sumar a la crónica desesperación ante la pobreza extrema, la corrupción rampante o el dominio urbano de las bandas juveniles. Ante semejante escenario, el número de haitianos en fuga ha crecido de forma exponencial.
Hay al respecto cifras elocuentes. La guardia fronteriza de EE.UU. ha interceptado 14 veces más haitianos en lo que va de año que en todo 2019. Datos que no incluyen a los interceptados y deportados en los últimos días. Cerca de 5000 ya expulsados, otros 10.000 que lo serán en breve. Números que ilustran con frialdad la inconsolable decepción que crece entre los haitianos con respecto al Tío Sam.

En apenas diez días, Estados Unidos ha deportado a cerca de 5000 haitianos de vuelta a Haití, aunque la mayoría llevaran años fuera de su país. Una vez en Puerto Príncipe cuentan que fueron engañados para subir al avión. Muchos, de hecho, creían estar viajando hacia Florida.
«Pensé que Estados Unidos era un país grande, con leyes», dice Nicodeme Vyles, recién aterrizado en Puerto Príncipe, la capital haitiana, ciudad que esperaba no volver a pisar jamás. A sus 45 años, vivía en Panamá, trabajaba como soldador y carpintero y sus hijos iban a la escuela. Ganaba 60 dólares al día, una fortuna en su país, donde el agua corriente, la electricidad y el empleo son un lujo para muchos.
Atraído por el runrún sobre la nueva receptividad estadounidense, Nicodeme lo dejó todo con la esperanza de alcanzar Maryland y reunirse allí con varios familiares. Tres meses después, fue detenido cerca del puente internacional de Del Río. Tras cuatro días encerrado, un agente le dijo que lo llevaban a un sitio menos concurrido donde sería liberado. «Pero nos subieron a un avión. Fue la peor experiencia de mi vida», asegura. Deprimido, devastado, tiene, como tantos otros, que empezar de cero. Irse tan pronto como pueda y recuperar su vida o ganarse la vida en Haití. Esa es la cuestión. Mientras comprueban de primera mano lo que llevaban años repitiendo: que no hay nada a lo que volver.
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