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Animales de compañía

Encerrados con llave (y II)

Juan Manuel de Prada

Viernes, 23 de Mayo 2025, 08:46h

Tiempo de lectura: 3 min

Aunque hoy nos pueda parecer chocante, los reyes de España, Portugal, Austria y Francia pudieron impedir durante siglos la elección de un determinado candidato mediante un derecho de veto. Y, puesto que podían, lo ejercían sin rebozo. En 1621, tras la muerte de Pablo V, se celebra un cónclave que no elige al cardenal español Gabriel de Trejo y Paniagua porque el rey de Francia, Luis XIII, le impone su veto. En su lugar, se elige Papa al arzobispo de Milán, cardenal Ludovici, que reinará con el nombre de Gregorio XV. El nuevo vicario de Cristo, aunque beneficiado por Francia, se esforzará por desagraviar a España, activando los procesos de canonización de cuatro españoles, a quienes en 1622 elevará a los altares por la vía rápida y de una sola tacada: San Ignacio de Loyola, Santa Teresa de Jesús, San Francisco Javier y San Isidro Labrador. Del pobre Trejo y Paniagua nadie se acuerda hoy; pero sin su sacrificio tal vez alguno de estos santos reconocidos universalmente todavía estaría esperando turno en los despachos vaticanos.

«En 1846 Mastai-Ferretti (luego Pío IX) acabó proclamando: "¡Yo soy el Papa!"»

El mismo Gregorio XV se preocupó de completar la regulación de los cónclaves, estableciendo un triple procedimiento de designación: la vía del escrutinio (sucesivas votaciones secretas de todo el colegio cardenalicio, hasta alcanzar una mayoría de dos tercios), la vía del compromiso (donde los cardenales delegan la decisión final a un pequeño grupo de compromisarios) y la vía de la aclamación (método frecuente en los primeros siglos del cristianismo pero nunca utilizado desde que hay cónclaves, aunque León XIII fue elegido tras una votación abrumadoramente favorable). Mediante escrutinio fue elegido en 1846 el cardenal Mastai-Ferretti, luego conocido como Pío IX; con la particularidad de que él era el escrutador de las papeletas y el encargado de leer en voz alta los nombres de los cardenales votados. Cuando llevaba dieciocho papeletas seguidas con su nombre, pidió que otro cardenal prosiguiera la lectura; pero como nadie quiso sustituirlo, terminó proclamando: «¡Yo soy el Papa!». Lo sería durante más de treinta años, tal vez el papado más largo de la Historia, con permiso de San Pedro.

Aunque parezca increíble, los monarcas católicos siguieron disfrutando de derecho de veto en la elección de los papas hasta 1903. En este año resultó elegido Papa el Patriarca de Venecia, cardenal Sarto, después de que el arzobispo de Cracovia ejerciese el derecho de veto, en nombre del emperador Francisco José, contra el cardenal Rampolla, demasiado favorable a Francia y potencialmente hostil a los intereses austrohúngaros. Tras su elección, Pío X derogó para siempre el privilegio de las cuatro naciones (para entonces tres, pues Francia ya no era una monarquía) y prohibió que pudieran ser relatadas las vicisitudes internas del cónclave, desde que entran los cardenales en la Capilla Sixtina hasta que se proclama el nombre del nuevo sucesor de San Pedro. Antes de que entrara en vigor esta prohibición, sin embargo, el arzobispo de París, cardenal Mathieu, publicó un minucioso libro (firmado por «Un testigo») donde narraba con todo lujo de detalles la controversia del veto ejercido por el emperador austriaco.

Posteriormente, Pablo VI resuelve –un tanto arbitrariamente– que los cardenales pierdan su derecho de voto al cumplir los ochenta años y fija un número máximo de cardenales electores (que, por cierto, en el último cónclave se superó). Y Juan Pablo II establece que los cardenales, durante el tiempo que dura el cónclave, puedan instalarse algo más cómodamente de lo que lo habían hecho durante siglos, hacinados en las estancias aledañas a la Capilla Sixtina, donde apenas disponían de un camastro que una mampara separaba del camastro colindante (así, se sabía quiénes eran los cardenales más roncadores, lo que a buen seguro les restaba posibilidades de ser votados por los damnificados) y por las mañanas, a la hora de las abluciones, tenían que hacer cola ante los retretes durante horas. Y a estas condiciones un tanto inmundas se agregaba en algunos casos el viscoso calor del estío romano, que las puertas y ventanas tapiadas a cal y canto agravaban con sus ribetes de fetidez y asfixia. Así que, para mitigar los padecimientos del colegio cardenalicio, Juan Pablo II mandó construir, junto al Hospital de Santa Marta, una hospedería habitualmente ocupada por sacerdotes adscritos a la Secretaría de Estado y por obispos y nuncios jubilados, más algunos investigadores y científicos. En esta hospedería de Santa Marta se instaló durante todo su pontificado Francisco, acaparando humildemente una planta entera que ahora ha sido de nuevo reformada, para acoger a los conclavistas, que así pudieron roncar a pleno pulmón y sin temor a represalias, antes de elegir a León XIV.