Viernes, 16 de Mayo 2025, 11:02h
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En los primeros días del Tercer Reich, una niña alemana tuvo una pesadilla. Los dos querubines que colgaban sobre su cama ya no miraban al cielo: miraban hacia abajo, vigilándola atentamente. Estaba tan asustada que se metió debajo de la cama.
«Tras el ascenso de Hitler, Beradt soñó cada noche que la torturaban y le arrancaban la cabellera. Razonó que no podía ser la única presa de los demonios nocturnos, y empezó a registrar los sueños de los berlineses»
No era la única que temía la vigilancia. Una mujer soñó que la arrestaban en su palco de ópera después de que un dispositivo de lectura mental informara a la policía de que, cuando los artistas cantaban, ella había pensado que Hitler era el diablo. Esta misma paranoia contagió a muchos. Un ama de casa soñó que la estufa de azulejos azules de su sala delataba a su familia ante un soldado de asalto, contando sus chistes privados contra el régimen «con voz aguda y penetrante». Para otros, el espía era una lámpara de noche, una almohada bordada con cariño o un huevo de Pascua.
Todo esto ocurrió más de una década antes de la aparición de 1984, la novela de George Orwell publicada en 1949, y varias décadas antes de la llegada de los dispositivos de la Guerra Fría. (Hoy en día, una bombilla espía ya no es producto de una imaginación febril, sino una posibilidad real). El régimen nazi no podía instalar micrófonos ocultos en todas las casas de Berlín, pero sí podía inculcar ese miedo en sus súbditos, convirtiéndolos en policías del pensamiento. Como el médico que se refugió «en el fondo del mar» o la mujer que se escondió cubriéndose de plomo, muchos soñadores buscaron la supervivencia a través de la parálisis, convirtiéndose voluntariamente en piedra.
Todos estos sueños fueron recopilados en secreto por Charlotte Beradt, una periodista judía, entre 1933 y 1939. El libro resultante, El Tercer Reich de los sueños, impreso por primera vez en Alemania en 1966, es reeditado este mes por Pepitas de Calabaza. En las semanas posteriores a la ascensión de Hitler a la cancillería, en 1933, Beradt fue víctima de una pesadilla recurrente: noche tras noche, le disparaban, la torturaban y le arrancaban la cabellera. A la luz de la luna, se encontraba en una huida sin aliento por los campos, escondiéndose en lo alto de torres de vertiginosa altura, acurrucada en las tumbas, con las tropas de asalto pisándole los talones por todas partes. Razonó que no podía ser la única alemana recién presa de los demonios nocturnos, así que comenzó a solicitar y a registrar los sueños de sus compatriotas berlineses, tanto judíos como no judíos, en su mayoría de Charlottenburg, un suburbio de clase media. Sin revelar sus intenciones –pues solo buscaba testimonios sinceros–, preguntó a todo tipo de personas: a una modista, a un lechero, a una vecina, a una tía. Un amigo médico la ayudó, preguntando a sus pacientes. La gente se resistía a hablar demasiado, pero poco a poco Beradt fue recopilando anécdotas que explican el horror del Tercer Reich desde un punto de vista totalmente inédito.
El libro es un inquietante recordatorio de los tormentos del totalitarismo en un momento en que el mundo parece estar derivando una vez más hacia la oscuridad.
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