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Patente de corso

Una historia de Europa (CVI)

Arturo Pérez-Reverte

Viernes, 23 de Mayo 2025, 08:47h

Tiempo de lectura: 3 min

En vísperas de la matanza que ensangrentaría el continente a partir de 1914, poniéndolo todo patas arriba, el panorama político de Europa se mostraba aún bastante rancio. Excepto la Francia republicana, el resto de países eran monarquías, unas más parlamentarias que otras (excepto Rusia, regida por una monarquía feroz que pronto iba a costar muy cara a los zares). La división entre países ricos y pobres resultaba evidente, y estos últimos sufrían la sangría de la emigración, sobre todo a América. Los europeos del noroeste, con una burguesía mejor asentada, estaban más avanzados en lo que se refiere a clases medias: cine, automóvil, teléfono, derecho al voto, acceso a la propiedad, protección social y esperanzas de vida. Pero, como digo, la burguesización positiva, o como queramos llamarla, no se daba igual en el Mediterráneo y el este europeo (con altas tasas de analfabetismo en España, Portugal e Italia), donde aristocracias y oligarquías continuaban cortando el bacalao, y donde la estabilidad política era relativa (los españoles tuvimos 19 gobiernos en poco más de una década) y donde empezaban a dar la brasa fuerzas opuestas al poder central: la resistencia a la influencia del norte piamontés hizo nacer la Mafia en el sur de Italia, y en España surgían el catalanismo militante (con Solidaridad Catalana, en 1906) y el nacionalismo vasco (con un exaltado fanático llamado Sabino Arana). Lo que sí era común a toda Europa, salvando las naturales diferencias, era la creciente fuerza de las clases trabajadoras, el desarrollo sindical y los movimientos feministas más o menos organizados. Para hacernos idea de la situación de las señoras en la época, consideremos que su derecho al voto (ya conseguido en Nueva Zelanda, Australia y algunos estados de los EEUU) sólo se obtuvo por primera vez en Europa en 1906 (Finlandia) y en 1913 (Noruega). En el resto de países tocó esperar, sobre todo en el sur; aunque la lucha de las mujeres por sus derechos se fue haciendo más intensa en todas partes, con una tendencia católica y moderada, que reivindicaba sobre todo educación y trabajo, y otra más radical que pretendía la absoluta igualdad de sexos. Había ya notables feministas tanto en la democracia cristiana como en el socialismo, en las artes y en las ciencias (el feminismo británico incluía desde aristócratas a obreras textiles, la francesa Marie Curie obtuvo el premio Nobel de Física en 1903 y la austrohúngara Berta von Suttner el Nobel de la Paz en 1905). Y un detalle curioso, muy propio de ese momento, es que numerosos intelectuales de izquierda estaban contra el voto femenino, debido a la influencia que la Iglesia podía ejercer (y de hecho, ejercía) sobre las mujeres mediante púlpitos y confesonarios. La socialista gabacha Flora Tristán había definido bien el asunto años atrás: Las mujeres son las proletarias del proletariado, dijo. Afortunadamente todo eso empezaba a cambiar, con leyes que protegían a las currantes embarazadas y descartaban el trabajo femenino nocturno; y gracias a los movimientos sociales, al sindicalismo y a la lucha cada vez más dura por los derechos de los trabajadores, aquella batalla se iba ganando, aunque a trancas y barrancas. A tan saludable cambio no era ajeno lo que sería el fenómeno político más importante del siglo que empezaba: el crecimiento del poder obrero y el socialismo. O, para ser precisos, de los socialismos. Desde la creación de la Segunda Internacional (a diferencia de la Primera, controlada por los anarquistas, ésta se hallaba regida por los marxistas), el socialismo europeo se dividía entre las palabras reforma y revolución, y a ellas se aplicaban con ardor, a veces con bofetadas, los partidarios de una y de otra. El derecho sindical iba siendo reconocido de buen grado o por las bravas (sólo en Francia hubo más de un millar de huelgas en vísperas de la Gran Guerra). Y es de señalar, porque trajo cola, que la tendencia reformista moderada se dio con mayor fuerza en el norte de Europa, mientras en la zona mediterránea, más desastrada social y políticamente, se impuso la tendencia revolucionaria, con mayor influencia anarquista que socialista o comunista; cuajando el anarquismo, tanto urbano (Cataluña, Lombardía, Piamonte) como rural (Andalucía, Emilia-Romagna), en poderosos sindicatos como la CNT española y la CGL italiana. Pero simultáneamente a ese fenómeno, caracterizado por una clara vitola internacionalista (proletarios del mundo, uníos, etcétera), también se iba perfilando algo que tendría importantes consecuencias después de la escabechina bélica que estaba a punto de empezar: la aproximación, por parte de ciertos intelectuales, del nacionalismo al socialismo. Junten ustedes ambos términos y verán la palabra tan siniestra que les sale. 

[Continuará].