
Los beneficios de los 'tacos'
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Los beneficios de los 'tacos'
Miércoles, 09 de Abril 2025, 16:18h
Tiempo de lectura: 5 min
Aumenta la tolerancia al dolor, fortalece los vínculos sociales, mejora la memoria, alivia la angustia de la exclusión social e, incluso, aumenta nuestra fuerza. No hablamos de un fármaco milagroso sino de un hábito fuertemente arraigado en nuestra sociedad, aunque asociado a la mala educación: decir palabrotas.
Stephens, profesor de la Universidad de Keele, y Olly Robertson, investigadora de la de Oxford, son los autores de un estudio de inequívoco título: Maldecir como respuesta al dolor: evaluación de los efectos hipoalgésicos de decir groserías. Hipoalgésico, por aclarar, significa: que reduce la sensibilidad al dolor. Un trabajo cuyo objetivo es que las palabrotas puedan llegar a ser de utilidad en el ámbito clínico. «Nuestros datos indican que repetir una palabrota a un ritmo y volumen constantes mejora la tolerancia al dolor y aumenta el umbral del mismo», señala Stephens, investigador del asunto desde hace más de quince años.
Para comprobarlo, los investigadores realizaron, en primer lugar, un experimento con un grupo de voluntarios (todos de habla inglesa) que debían mantener sus manos en agua helada el mayor tiempo posible. Una parte de los participantes debían repetir una palabrota de su elección; los demás, otro término cualquiera no ofensivo. El resultado fue revelador: los primeros aguantaron bastante más (una media de 44 segundos los hombres y de 37 las mujeres) y las descripciones del dolor sufrido fueron sensiblemente menos intensas que las de los que no maldecían.
Más tarde, repitieron la jugada, pero contraponiendo las reacciones de angloparlantes con voluntarios japoneses, una cultura con una relación bien diferente a la occidental frente al insulto. «En la cultura occidental, decir palabrotas cuando te golpeas el dedo del pie es un comportamiento común, pero en japonés, aunque sea un idioma repleto de formas coloridas y creativas de enfatizar o insultar, está completamente fuera de lugar», explica Robertson.
Y así, mientras los ingleses repetían fuck, su palabrota más común, los nipones utilizaban kuso, una expresión que significa ‘mierda’, menos grosera a nuestros oídos que su equivalente anglosajón, pero, a juzgar por los resultados, mucho más zafia para los japoneses. Los anglosajones protegidos por la vulgaridad soportaron un 49 por ciento más tiempo el dolor que quienes no maldecían; en el caso de los nipones la diferencia fue mucho mayor, hasta un 75 por ciento más. Un resultado que sugiere que «decir palabrotas es una herramienta poderosa que puede cambiar nuestra experiencia de dolor –subraya Robertson–. Una herramienta que trasciende la cultura, una herramienta arraigada en nuestra biología».
La tolerancia al dolor no es el único beneficio asociado a decir palabrotas; también contribuye a generar emociones positivas, como reforzar un vínculo social entre quienes comparten esa forma de hablar o ayudar a descargar el dolor que produce el rechazo ajeno. «Neurológicamente, las vías para el dolor físico y el emocional son las mismas –señala Robertson–. Ante ambos entran en acción las mismas estructuras neuronales, el mismo patrón biológico». De ahí que el insulto ayude a mitigar también los padecimientos del alma.
En su afán por explorar las consecuencias de unas contundentes ofensas, Stephens y Robertson decidieron abrirse hacia un nuevo terreno al ver que la blasfemia ante el dolor se asociaba con un aumento del ritmo cardíaco. «Jurar en arameo ante un golpe físico o emocional implica una reacción similar a nuestra respuesta ante una amenaza, cuando el cuerpo libera adrenalina y desvía sangre a los músculos para activar una reacción», asegura Stephens. Por eso, les pareció lógico comprobar si decir palabrotas podían contribuir a un aumento de la fuerza. Y comprobaron que sí.
La confirmación llegó esta vez con una prueba de potencia anaeróbica en bicicleta a varios voluntarios. Al igual que con el agua helada, las imprecaciones contribuían a aumentar la energía de sus pedaladas. Desde entonces, Stephens y Robertson han centrado sus investigaciones en su área profesional. «Queremos comprender el mecanismo psicológico por el cual decir palabrotas produce efectos como estos, tanto en el dolor como en la fuerza física», recalca, ya que, de momento, la razón fisiológica de esta conexión entre el insulto, la tolerancia al dolor y el aumento de la fuerza sigue siendo un misterio.
Hay que conocer, además, como ocurre con todo tratamiento, cuál podría ser la dosis óptima de palabrotas para hacer de estas una herramienta terapéutica. Hasta ahora, los resultados han sido tomados en un entorno controlado de investigación, pero falta por ver sus efectos en la práctica clínica.
En esas anda Nick Washmuth, un profesor de fisioterapia en la Universidad de Samford, en Alabama. Según explica, para desarrollar el potencial de las palabrotas en esta dirección, además de comprender su relación con los mecanismos del dolor, será necesario tener en cuenta variables cómo el entorno del paciente, su edad, la frecuencia con la que blasfema o su intensidad al hacerlo. «Hay que comprender mejor estos factores y su influencia antes de ponerse a prescribir palabrotas», señala el fisioterapeuta.
De momento, contra el dolor o para aumentar nuestra fuerza, Washmuth nos sugiere comenzar por elegir la palabrota ideal; una de lo más contundente, de esas que brotan por generación espontánea cuando nos golpeamos contra la pata de un sofá, por decir algo. «Suelte palabrotas a un ritmo constante, una cada tres segundos y con un volumen de voz normal», prescribe.
Queda, en todo caso, mucho por investigar. Por ejemplo, ¿podría el exceso (¿sobredosis?) ser contraproducente y generar estados mentales excesivamente negativos? O una cuestión capital para quienes no se sientan nada cómodos con esto de soltar palabrotas en voz alta. ¿Tendrá el mismo efecto pensar los tacos en lugar de expresarlos? Sería bueno averiguarlo antes de convertir los hospitales en una suerte de graderío inflamado al estilo de un campo de fútbol.