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Viernes, 25 de Abril 2025, 10:00h
Tiempo de lectura: 2 min
Hermanos, bebed y entonad conmigo que los pecadores sean perdonados y que el infierno deje de existir. Son versos de la Oda a la alegría, compuesta por el pensador y poeta alemán Friedrich Schiller en 1785. Casi cuarenta años más tarde, Ludwig van Beethoven, que ya se había quedado sordo, le puso música a estos versos en el movimiento final de su Novena sinfonía en re menor, op. 125.
Era una sinfonía rompedora en la que por primera vez voces —tanto solistas como de un coro— se sumaban a la orquesta. Y no era esa la única innovación, incluía también algo insólito: la incorporación de instrumentos de percusión como el triángulo, los platillos y el bombo. Tampoco era habitual su duración: 74 minutos, repartidos en cuatro largos movimientos.
La que fue la última sinfonía de Beethoven también es especial porque le han atribuido el estigma de ser portadora de una extraña maldición. Según una superstición que se expandió por el mundillo musical, quien compusiera una décima sinfonía moriría en el intento. Se cree que Gustav Mahler dio pie a la superstición al observar que Franz Schubert murió poco después de terminar su Novena sinfonía; Anton Bruckner falleció sin finalizar su Décima; y también cayó Antonín Dvorák tras culminar su Novena. Mahler intentó eludir la maldición llamando a la que sería su novena sinfonía La canción de la tierra, pero murió antes de concluir la que iba a ser su Décima. La superstición la fulminaron autores posteriores como Dmitri Shostakóvich, creador de quince sinfonías.
Sin necesidad de sortilegios, la Novena de Beethoven ha trascendido sobre todo por la potencia emocional que transmite. Se cree que con ella Beethoven quiso hacer un alegato por la hermandad de la que hablaba Schiller en una época posnapoléonica sembrada de campos de batalla y heridas. Beethoven la compuso sordo y se empeñó en estrenarla, en 1824, llevando él mismo la batuta. Tuvieron que avisarlo tocándole el hombro de que atronaban los aplausos del público en el Theater am Kärntnertor de Viena. Los aplausos continúan porque una parte de la Novena es himno europeo. En 1972, el Consejo de Europa lo adoptó como himno «por su visión de hermandad». En 1985, hace ahora cuarenta años, los líderes de la Unión Europea también eligieron la Oda a la alegría como himno oficial por «expresar los ideales europeos de libertad, paz y solidaridad».