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Toni Fernández Piqueras

Otras localidades, 24 de marzo de 2023

Se ha ido un cachito del 'Bolero a Murcia'

ÁNGELA FERNÁNDEZ PIQUERAS

Si me preguntan qué es lo primero que recuerdo cuando pienso en mi tío Toni, es oírlo cantar el 'Bolero a Murcia' con sus hermanos el día de Navidad. Una mesa larga, una sencilla comida, la abuela, sus hijos y los hijos de sus hijos. Risas, conversaciones entremezcladas y amor, mucho amor, de ese sano y altanero del que presumen las familias sin pudor. Aquellas comidas, ya lejanas, donde estábamos todos. Todos, que palabra tan inmensa. No nos damos cuenta al pronunciarla de la cantidad de cosas que abarca y de lo frágil y quebradiza que es.

Y tras los postres, la copita de Osborne en honor a Toni, de ninguna otra marca, siempre Osborne. Si alguno osaba hacerlo rabiar pidiendo otra cosa, él sacaba su genio Piqueras, fruncía el entrecejo y asunto arreglado.

Sabíamos lo que a continuación venía, las guitarras. De los maleteros de los coches aparecían como por arte de magia y allí, pegaditos a la pared, se sentaban los cuatro hermanos: Emilio, Santiago, Ángel y Toni. El Cuarteto Dinamita. Los Piquerícas. Se afinaban los instrumentos, se elegía la canción y de repente la música inundaba el salón de aquel viejo merendero. Poco a poco, el resto de la familia iba uniendo sus voces.

«Murcia, cachito de cielo / que Dios una tarde se dejó caer. / Y de ese cachito nació el más bonito / el más primoroso y florido vergel». Ese era para mí, y sé que para todos, un momento mágico, uno de esos que te regala la vida, que te susurra al oído «guárdalo, consérvalo, algún día lo necesitarás». Todos, de nuevo esa palabra, cantábamos aquellas viejas y preciosas canciones de la tuna, aquellos boleros... Pero el todo se fue disolviendo sin apenas darnos cuenta de que aquello que se repetía cada Navidad era, ni más ni menos, la felicidad. Creo que Toni sí lo entendió, sí supo exprimir la vida, sí supo disfrutarla, sí supo que la suma de los pequeños momentos dichosos da como resultado una vida feliz.

Amigo de sus amigos, fiel a la amistad hasta el final. Marido y padre, en lo bueno y en lo malo. Charo, Emilio y Ángela eran su fortaleza y también su debilidad y sus nietos, su orgullo. Apasionado en sus convicciones, en sus creencias, en su Real Madrid. Que nadie se metiera con su club del alma, merengue hasta la medula, y a mucha honra. Él no dejaba que la tristeza lo atrapara demasiado tiempo; había que celebrar la vida, había que sonreírle, había que jalearla.

Son malos tiempos para encontrar gente buena, noble, sin dobleces, sincera, que viene de cara, que te dice las cosas sin ambages, que hace lo que tiene que hacer, que no hace daño, que no lastima. Personas con calidad humana que no les importa expresar sentimientos, mostrar cómo son, que no necesitan aparentar. Y Toni era eso, y más, mucho más. Era pasión y fuego. Y sí, «genio y figura hasta la sepultura». Ese chorro de voz, ese entrecejo, esa sonora risa, ese amor por la vida. Cuántos lo conocieron, cuántos lo abrazaron, a cuántos convidó y cuántos lo echan ya de menos. A Toni, nadie lo olvida.

Pero cuando perdemos a alguien, en ese terrible momento de duelo, todo se oscurece. Solo parece quedar el final, la tristeza, la soledad. Y no, él no querría eso, él no se merecía eso. Él se merece la risa, los abrazos, la alegría; y cómo no, otra Liga del Madrid y los amigos brindando por él y la familia reunida. O un buen chato de vino, una primavera llena de azar y un hasta pronto. Pero nunca, nunca, un adiós, porque los que le queríamos no pensamos despedirle, no, de eso nada, pensamos gritarle fuerte, muy fuerte, para que nos oiga alto y claro: «¡Toni, espéranos, que seguro que hay algo que se quedó sin celebrar!».