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Miguel, el cura de Bullas

Bullas, 20 de noviembre de 2014

Obituario Miguel Conesa Andúgar

Cuando el infortunio golpea con ciega saña, escaso sedante proporcionan las palabras para mitigar tanta pena. Estos días, la desolación ha embargado el ambiente plácido, sereno, confiado y habitual en nuestras calles y plazas. En Bullas y en Espinardo, con particular intensidad.


Ensalzar la figura de Miguel, cura de Bullas, natural de Espinardo, requiere que afloren a los labios vocablos que quisiéramos acordes a su figura, aunque temo que sean solo pálido reflejo de lo que siente nuestro corazón. Un prometedor tallo tronchado en plena juventud por un manotazo incomprensible del destino. Al evocar su figura, se nos representa ese aspecto que sencillamente resumiríamos al describir lo que nada menos que era: una buena persona. Dibujamos con los ojos de la memoria el esbozo perenne de la sonrisa en su rostro de eterno adolescente y su mirada limpia. La jovial satisfacción que irradiaba cuando lo veíamos enzarzado en el disfrute -viviéndolas con entrega y a plena satisfacción- de sus tareas litúrgicas. Cuando nos confortaba y apoyaba en momentos difíciles por la pérdida de familiares. Siempre presente, dispuesto siempre, con alegría.


Hay personas a las que el destino marca para sus oficios, se diría que ungidos por el dedo de la gracia. En todas las profesiones y menesteres. Hablamos de virtuosos de la música, de superdotados del deporte, pintores excelsos, poetas alentando hondos sentimientos, médicos con habilidades sobresalientes, maestros que insuflan vocaciones... Excelsos en cualquier trabajo. Son personas con dones naturales para llevar hasta cotas de excelencia su dedicación. Miguel era uno de ellos. En un empeño ciertamente singular. Había nacido para ser cura. Ni más ni menos. Lo vivía con una entrega absoluta a su misión, sin horarios, con plenitud para proclamar su fe, ayudar a los menesterosos y ejercer la liturgia con pasión -en esas celebraciones que tanto nos conmueven el ánimo- Y fue cura a fondo, a conciencia, en sus variados destinos. En los amables y en los duros, solventando con llaneza de espíritu y entregado con convencimiento. Creía hondamente en lo que hacía y por qué y para quién lo hacía. Sin dudas. Pese a su apariencia juvenil, con un empuje admirable de su fuerza interior, contagiando a cuantos lo trataron. Aunque no todos estén en el escaparate.


Las alabanzas y los encomios son moneda corriente en el momento de la despedida terrenal, aunque sea ínfima medicina para restañar el dolor del corazón roto de su familia. De Salvador, su padre, de su hermano, y de Aurora, su madre, compañera tantos años en las tareas de administración sanitaria en el Hospital Virgen de la Arrixaca. De ella transcribo sus palabras, entre sollozos, durante las condolencias: «Sé que está en brazos del Señor, pero me lo debía haber dejado un poco más...».


En el resguardo de quienes le conocimos queda. Y como aprendemos de los Proverbios: «Dígase lo que se quiera, tan solo sus acciones pueden alabarlos».