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Juan Pedro Torres Romero

[], 29 de noviembre de 2024

Se ha ido uno de los nuestros

PEDRO MANUEL HERNÁNDEZ

Juan Pedro Torres Romero nos dejó este lunes por la tarde. Tras una larga y admirable lucha contra una terrible enfermedad, abandonó el oscuro túnel de la vida y se dirigió de frente y con valentía hacia esa luz que supone el inicio de una nueva vida en una dimensión en la que el binomio espacio- tiempo ya carece de toda importancia. Sí, se ha ido para siempre uno de los nuestros. Juan Pedro, al que conocí en 1959 en el Seminario Menor de San José, donde habíamos acudido para iniciar nuestros estudios sacerdotales.

Desde ese día jamás dejamos de ser amigos. Esa vieja amistad, con los años, se transformó en un profundo vínculo de hermandad. Juan Pedro era jumillano, pero vivía con su familia en el pantano de Camarillas, en Hellín. Me contó que, para ir allí, había que hacerlo desde Agramón –un pequeño apeadero del ferrocarril Murcia-Madrid–, donde solo paraba el tren cuando algún miembro de su familia se subía o se bajaba para ir a Murcia o Albacete.

Ese año fue el inicio de una regia y duradera amistad que ha durado hasta el lunes 25, día en que se fue en silencio, sin hacer ruido, como siempre hizo a lo largo de sus 77 años recién cumplidos . Pese a su inabarcable humanidad e inteligencia, siempre fue muy sencillo como persona, humilde de intelecto y de un corazón grande y generoso, tanto que casi no le cabía en el pecho. Le costaba mucho demostrar ante los demás su gran valía intelectual para que nadie se sintiera inferior y minusvalorado ante él. Así era Juan Pedro y, así lo demostró durante su meteórica carrera de Magisterio. Ejerciendo de maestro, se licenció con brillantez en la Universidad de Murcia en Lenguas Clásicas –especialidad de Latín– de la que fue profesor en el IES Floridablanca de Murcia hasta su jubilación.

Juan Pedro era un hombre conciliador, servicial, amigo de sus amigos, reflexivo, muy adelantado a su tiempo y, sobre todo, un hombre profundamente humano y con una inquietud religiosa al estilo del gran vasco universal y rector salmántico, Unamuno.

No yerro si afirmo que a lo largo de su vida convirtió en propia la desgarradora petición de Unamuno que glosa como epitafio en su lápida : «Méteme, Padre eterno, en tu pecho, misterioso hogar. Allí dormiré allí, pues vengo deshecho del duro bregar». Ha sido un hombre bueno, en el buen sentido de la palabra. Bueno en todas las facetas de su vida: un hombre bueno, un esposo bueno, un padre bueno, un abuelo bueno, un profesor bueno, un amigo bueno y un buen y fiel compañero.

Hoy no te decimos adiós, si no «hasta siempre», pues seguro que nos estás viendo desde arriba y sabes que al final volveremos a encontrarnos y a estar nuevamente juntos. Te has ido, pero tu recuerdo, tus palabras y todo lo bueno que has construido y hecho en la vida durará siempre en nuestra memoria latiendo intensamente al unísono con nuestro corazón.

«Cuando un amigo se va/ Se queda un árbol caído /Que ya no vuelve a brotar / Porque el viento lo ha vencido...»

No, tú nunca has sido ese «árbol caído» vencido por el viento, si no más bien el famoso y robusto 'Le cedre du Liban', ese inolvidable poema que también aprendimos con Don Benito: [...] «Gigante cedro, que al cielo / alzas tu frente sublime, / ¿de qué madera te hicieron, / que tanto embate resistes? / No importa que el cierzo ruja, / no importa que el rayo brille; / no hay fuegos que te consuman / ni vientos que te derriben...»

Con este improvisado obituario quiero, en nombre de todos los amigos y compañeros de nuestra promoción seminaristica de 1959, darte a modo de despedida no el «último adiós», sino un «eterno hasta siempre».