José Ríos Ayala
Murcia, 14 de mayo de 2010
PEDRO SOLER
Recordar cómo era y cómo funcionaba un periódico hace, acaso, veinte o treinta años, puede resultar un enigma para los jóvenes que ahora lo hacen. Pocos sabrán cómo eran aquellos talleres inundados de olor a tinta, de manos grasientas, de manchadas basta azules, pero llenos, sobre todo, de un personal que conservaba unas dotes de entrañable sentir, que ya apenas aparece por algún rincón descolorido. Hay que volver al dicho de que eran otros tiempos, pero otros tiempos que, pese a los avances, muchos -principalmente, quienes saltamos la sesentena- echamos de menos. El jefe de taller de entonces era Pepe Ríos. Ayer recibió sepultura.
Pepe Ríos era como un chiquillo grande, que gustaba de hacer piruetas sin malicia a sus jefes de redacción. Se podría escribir un libro cubierto de derroches de afecto. Yo lo recuerdo escondido detrás de alguna sólida platina, ojeando la reacción de Carreres o de García, con la risa contenida, que estallaba cuando advertía el resultado de su inocente jugarreta. Para quienes no lo conocieron, hay que recordar, otra vez, que no había maldad en su acción, ni dejadez en sus tareas, sino una broma más de aquellas que nos gastábamos como camaradas leales, pese a la distancia profesional que existiera, y que existía, pero que nunca nos distanciaba. Pepe Ríos vivía las urgencias de las madrugadas, con el periódico 'amasado', pero pendiente de la última noticia. Se inquietaba, como podía inquietarse el máximo responsable ante el posible retraso. Llamaba al orden, aunque no fuese necesario, porque él iba a buscar, aunque su derecho era ser buscado. Pocas veces habrá surgido en el trato entre taller y redacción un personaje tan cercano, tan alcance de todos. Hace unos meses, cuando supimos que yacía dolorido en la cama de un hospital García, Carreres y servidor -sus jefes (¿)- nos apresuramos a visitarlo, pese a que ya era largo el tiempo transido sin nuestros contactos laborales. Nada más verlo, lo 'maltratamos', como siempre hacíamos, con nuestros dichos, para que su reacción fuese de similar corte. En aquellos momentos, lo intentó, pero quedó a medio camino, porque la emoción del encuentro le hizo convertirse en ese niño al que antes aludía, que además de gozo derrochaba lágrimas de pena. Era un reencuentro que no esperaba y una satisfacción que nos merecíamos.
Ayer, cuando la despedida última, con él se encontraron, sin poder dirigirle la palabra, otros compañeros, que lo apreciaban con el calor de la perdurable amistad. Estaban a su lado Jaramillo, El Gallo, Ramón, Riquelme, Carrión, Clemente, Fernando, Chimo, Patchi, Manzanares, Juan Manuel, Morenete, Requena, Portilla, Juan... Todos, de un modo u otro, vivieron junto a él una etapa profesional inolvidable. Faltaban otros muchos representantes entre quienes formaban el equipo que practicaba un estilo ya perdido de hacer un periódico. ¿Qué será de ellos?
El día en que se escriba la historia de 'La Verdad'- si es que nadie la ha escrito- habrá que dedicar un capítulo amplio a todo este personal, que merece no quedar en los archivos del anonimato, pero con especial preferencia a Pepe Ríos, quien era más que un trozo de esa historia, una manera de ser, un trabajador entusiasta y un amigo con alma de niño. Era una firme inquietud.
Tampoco estaría de más explicar a las nuevas generaciones cómo era 'La Verdad' de entonces. Pepe Ríos hubiera sido un excelente enseñante. Pero ahora que no está, si algún día se acomete este sueño, su presumible sustituto deberá dedicar a nuestro amigo muerto una de sus más brillantes explicaciones. No son cumplidos tras su muerte, sino norma de obligado cumplimientos.
Pepe Ríos era una pícara bondad.