Eduardo Pérez Gastelu
MURCIA, 5 de abril de 2013
Un hombre con defectos
TITO CONESA
Tal vez debiera decir «se llamaba», pero prefiero decir «se llama». Porque cuando esto escribo aún está «de cuerpo presente», que se dice, y porque lo tengo y lo tendré presente muchos años. Siempre. Eduardo es su nombre. Lalo. Le conozco desde hace 57 años, de los que 47 hemos estado muy unidos. Hermanados. Parece que lo políticamente correcto sería loar sus cualidades obviando imperfecciones (ya se sabe: nada como morirse para que hablen bien de uno) pero la intención con la que inicio este obituario no es la de dejarme llevar por el cariño, aunque sea precisamente el cariño el que me mueva a teclear.
La actitud de Lalo ante la vida se ha distinguido por la tolerancia y el optimismo. Huérfano desde bien joven, pronto supo de la dureza de la realidad, en la que tuvo que pelear sus garbanzos remando contra corriente. Madrileño, guaperas y ligón, fue la envidia de muchos cuando unos preciosos ojos verdes (hasta entonces vedados para el resto de aspirantes) se posaron en él y… en él se quedaron. Los comienzos de aquella joven pareja no fueron de sábanas de seda y vida muelle, por mucho que a él le gustase -que le gustaba- introducirse en «el sobre» (así llamaba a la cama) a leer, fumar y dormir, así como masticar sabrosas viandas regadas con Marqués de Cáceres. Hasta llegar a ese disfrute (un par de veces al mes, tampoco se crea…) hubo de pasar penurias que siempre llevó en silencio y con dignidad. No quería lástimas y tampoco cultivaba la transmisión de penas. Amaba la vida y siempre que pudo disfrutó de ella, cualquiera que fuese la situación.
Lalo fue un hombre con defectos y debilidades. Bienvenidos sean. Siempre desconfié de las personas sin defectos (y no solo porque lo escribiera Joubert, que les llamó tontos o hipócritas) sino porque, conociendo mis propias imperfecciones y debilidades, un cierto sentido de la honradez y de la coherencia me lleva a pasar de puntillas sobre las máculas que pueda ver en otros, buena gente en lo esencial, que no precisan de enjuiciamiento y condena sino, simplemente, de comprensión. Ese ideario y compromiso mutuos presidieron nuestras relaciones. Fraternas y, por tanto, de mutuo respeto.
Dotado de un humor inteligente e irónico, a veces osado; fiel a sus convicciones sociales; generoso en la dádiva; apóstol de la libertad; celoso de su intimidad; intransigente con la pretenciosidad y la soberbia, la incapacidad física con la que tuvo que convivir sus últimos 19 años no impidió que Lalo saludara con una sonrisa, bien desde la silla a la que la paraplejia lo fue reduciendo; bien desde el sillón donde, a lo último ya, le metían quimioterapia en vena. -«¿Cómo estás, cuñao?»- «Cojonudamente», respondía. Era el valor de la resignación.
Esposa, hermanos, hijos, sobrinos, nietos y algún amigo, llegados desde distintos puntos de España, le acompañaron sus tres últimos días, con sus noches, para despedir a un hombre con defectos (como cada quisque) cariñoso sin pamplinas, positivo y solidario que quiso marcharse sin ruidos. Parafraseándole, un tío cojonudo. Lágrimas sinceras en este adiós, que para muchos es un hasta siempre y, para todos, un hasta luego.