Don Agustín López Cano
Mazarrón, 5 de octubre de 2016
Obituario Agustín López Cano El Rapao
El amigo de las gaviotas
Estuvo cerca del mar, con sus gaviotas, hasta el último día de su vida. Porque el mazarronero Agustín López Cano 'El Rapao', fallecido ayer a los 87 años, adoraba por encima de todas las cosas la playa de Bahía. Ese lugar que le vio nacer y que le acogió siempre. Allí, en la arena, pasaba las horas, los días y los años, como quien toma oxígeno contemplando las olas y el paisaje.
Agustín fue un pescador profesional de pulpos y un buzo apasionado. Muchos de sus amigos y gente de Mazarrón le conocían como el 'hombre rana' por su sofisticada técnica a la hora de desenvolverse debajo de las profundidades marinas. De hecho, a lo largo de su vida llegó a salvar a 105 personas de morir ahogadas en las playas de Mazarrón, lo que le valió varios reconocimientos públicos. «Me daba tanto dolor la muerte de la gente en el mar que decidí impedirlo, y me iba todos los días a vigilar la costa. Una vez me vi apurado. Tuve que sacar a una madre y a su hija, y yo me salvé de milagro después de que me hicieran la respiración asistida», relató a 'La Verdad' el año pasado. Y es que, para cualquier tarea relacionada con el mar, reclamaban su presencia. Daba igual si era para bucear o si se trataba de desguazar barcos.
Pero su gran pasión eran las gaviotas. Conforme pasaban los años, 'El Rapao' se fue haciendo amigo de estas entrañables aves de costa. Les daba de comer en el Puerto Deportivo, donde fundó un restaurante -El Caldero- para su mujer y sus hijos. Allí consiguió que una de aquellas aves, blanca como la seda, lo buscara cuando él no iba a verla. Y entraba al restaurante en busca de Agustín, quien la veía todos los días y hablaba con ella como si fuera su más preciada confidente. El secreto para camelársela no era otro que darle de comer pulpo y pescado.
Agustín fue contramaestre del Club de Regatas de Mazarrón treinta años y presidente del Bala Azul y directivo durante otros veinte. Todo el pueblo le quería y la gente hablaba maravillas de él. Ayer le recordaban como un hombre de bien, que siempre pretendía agradar y con el que se tenían conversaciones de las que merecen la pena.
Trabajó duro durante toda su vida, junto a su esposa, para sacar adelante a sus siete hijos, a quienes adoraba y por los que se desvivía. En verano solía sentarse junto a su hijo Agustín en la playa, en Bahía, donde ambos alquilaban patines.
A la hora de comer se dejaba ver en su bar. Llegaba y lo primero que hacía era saludar a sus hijos y al personal. Después, entraba a la barra de su querido Alberto sin hacer ruido y se servía una caña y una tapa. A veces, una anchoa; otras, una patata con ajo. Y empezaba una eterna y divertida conversación sobre el mundo del fútbol y su preciado Real Madrid. Ese equipo que adoró. Cuando terminaba de tomarse su aperitivo, salía del bar, se paraba y miraba al cielo. Después se dirigía tranquilamente a su coche y se marchaba sin decir nada. Sin hacer apenas ruido.
Será difícil hacerse a la idea de que ya no estará más en El Caldero degustando una tapa en verano. De que se ha ido para siempre, en silencio, dejando a sus gaviotas y a Bahía huérfanas para siempre.