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Diego Ruiz Marín

Murcia, 30 de julio de 2012

Personaje entrañable y singular

PEDRO SOLER

Acaba de fallecer, tras muchos meses de reclusión hogareña, obligado por la impotencia. Escribo sobre Diego Ruiz Marín. De él conservo su última mirada, acompañada de su sonrisa, pero no de una frase capaz de aumentar la jocosidad. Fue en la Plaza de Santo Domingo, una mañana de tantas que se dejaba llevar en su silla de ruedas por las calles murcianas; otras, permanecía casi ausente, sentado en un banco del Paseo Alfonso X, como aromándose de los ambientes de esta ciudad a la que tanto ha querido.

Diego fue un auténtico personaje de especial singularidad. No porque perdiera un ojo y un brazo, precisamente en tan entrañable día de su primera comunión. La explosión de un artefacto, oculto y maldito residuo de la guerra civil, en un solar cercano a su domicilio, mientras jugaba con sus amigos, lo marcó físicamente para siempre. La personal singularidad de Diego radicaba en que se armó de un valor invencible para superar cualquier vestigio de aquel trance nefasto, que para él se convirtió, con el paso del tiempo, en una circunstancia, más o menos negativa, de su existencia.

Supo, como pocos, disfrutar y transmitir un constante sentido del humor; y, sobre todo, además de formar un hogar que rezumaba cariño -Julia, su esposa, y sus ocho hijos son testigos-, encauzó su futuro entre las vivencias de una sociedad en la que superó cualquier obstáculo, no por la compasión que pudiesen provocar sus carencias físicas, sino por los esfuerzos propios de una mente despierta y por los méritos de su entrega profesional.

Como abogado, desarrolló su experiencia profesional en el cuerpo técnico de la Diputación Provincial, y también ejerció como secretario en el Consejo Social de la Universidad, cuando estuvo presidido por un inolvidable José María Aroca Ruiz-Funes. Fue profundo enamorado y conocedor de Murcia, sus costumbres, sus gentes y sus tradiciones.

Nacido en Algezares, nunca postergó sus raíces huertanas. Recordaba, muchos años después -estudiaba bachillerato-, cuando «los que llegábamos de la huerta, los huertanicos, nos reuníamos con los churuibitos, entrañables amigos; pero yo notaba que hablábamos de un modo un poco raro». Fue cuando empezó a interesarse por el dialecto murciano y «a buscar el significado de ciertos palabros». Al margen de algunos artificiales escarceos dentro del 'neopanochismo' -que no tuvo reparo en reconocer-, Diego supo, a juicio de tan puro poeta como Paco Sánchez Bautista, «bucear con rigor y emoción en los entresijos de nuestra lengua dialectal». Esta investigación dio como resultado el 'Vocabulario de las Hablas Murcianas', en el que Diego vertió toda su paciencia y todas sus «raíces algezareñas, huertanas y murcianas», para hallar voces, giros y expresiones que permanecían en el olvido. También, con sus versos y cuentos huertanos describió las más sólidas tradiciones de nuestro entorno.

A Diego le gustaban las tertulias; en unas era siempre bien recibido; en otras, reclamado. Más que fuente de saberes y sabores huertanos o capitalinos, destacaba su murcianía, además de que su presencia fue relato fijo en ambientes tan entrañables. Con su llegada aumentaba la diatriba, saltaban las ideas o surgía la oportuna humorada.

Aunque llegué tarde a conocer a Diego, el retraso o la diferencia de edad nunca impidieron confianza y jovialidad en el trato, que se prolongaba, si algún amigo común mediaba en el encuentro. Será imposible volverlo a encontrar, ni cabalgando en su silla de ruedas. A cuantos lo conocieron les dolerá su ausencia definitiva; también, a mí, pero seguiré sin olvidar su mirada.