Antonio Morales Marín
MURCIA, 5 de marzo de 2014
Adiós a un hombre de teatro
CÉSAR OLIVA
No ha sido una de esas desagradables sorpresas de quienes se nos van de manera trágica o inesperada. Antonio Morales lo ha hecho poco a poco, con calma, con estilo. Un mutis de actor, que tarda lo que tiene que tardar en recoger su capa para erguirse, alzar la cabeza y salir airoso por el foro. La enfermedad lo acorraló en los últimos meses, pero él había iniciado el camino hacia la barca de Caronte desde hace tiempo. Como hoy mismo me decía su hermano Emilio, en el momento en el que sus grandes amigos de la profesión empezaron a desaparecer. Su vida eran sus clases, sus tertulias y sus amigos. No había más. Bueno, sí. Su hermano José Luis, que se fue demasiado pronto. Allí empezó la gran orfandad de Antonio.
Antonio daba sus clases a horas decentes, como él decía, nada de madrugones. Durante una etapa dirigió la Escuela Superior de Arte Dramático, que la transformó de ser una escuela provinciana en otra nacional, con estupendas instalaciones a la sombra del Palacio Episcopal. No era gestor pero aprendió a serlo. Las tertulias eran para las tardes, normalmente con alumnos a los que encantaba con historias de actores y actrices. Y por las noches, cuando la mayoría atiende a esa cosa llamada televisión, él llamaba a sus amigos. Martín Recuerda, Rodríguez Méndez, grandes dramaturgos los dos, el siempre galán Carlos Ballesteros, la ilustre Carmen Bernardos&hellip Conforme se fueron yendo, la vida para Antonio empezó a no tener el sentido de antaño.
Aunque él quiso ser siempre un innovador (hacía teatro en una galería de arte o en un pasillo con tanto primor o más que en un gran teatro), y en cierto sentido lo fue, Antonio era un romántico del teatro. Le gustaba la profesión por la parte más teatral, porque la otra, la de las intrigas, los correveidiles y cosas así, lo deprimía. De ahí que nunca se planteó eso de «irse a Madrid». Irse a Madrid de temporada, para colaborar con su amigo Alberto González Vergel, hacer una cosilla con la Bernardos&hellip, pero para vivir, Murcia. Por eso ha sido un pionero de la ESAD, a la que ha visto transformarse, junto a Juan Ignacio de Ibarra, su maestro en la docencia.
Pero Antonio no solo era un profesor de teatro. Ha sido investigador, publicando algunos artículos determinantes, como 'Teatro Español 1962-1981: de teatro oficial a teatro municipal', en el II tomo de Historia de los teatros nacionales (1995). Ha sido autor; todavía recuerdo su obra, Fuego de campamento, estrenada en el Festival de San Javier en 1981. Ha sido actor, aunque él siempre prefirió la dirección escénica, no ha hecho ascos a papeles como el Fraile de La mandrágora, de Maquiavelo, estrenada en la Plaza de España de Lorca en 1978. Ha sido director, y como muestra baste el botón de su último montaje: un texto de Fulgencio Martínez Lax sobre Larra, estrenado en la Sala Arniches de Alicante, en 2009. Pero, ante todo, Antonio ha sido un hombre del renacimiento, cuyo único problema fue vivir en esta época, en la que la tecnología, la informática y las tres dimensiones intentan ocultar la única verdad que tiene el teatro: que es un hecho vivo.
En este final de invierno que no termina de irse, se nos ha ido uno de los personajes más significativos de la escena murciana. Adiós, amigo.