Un hombre extraordinario
p> Mi padre, 2 de agosto de 2022
Mi padre, José Gallego López (1942-2022), era conocido por Pepe entre sus familiares y amigos y Serrano el segundo apellido de su padre para algunos viejos conocidos de su localidad natal, Santo Ángel (Murcia).
Mi padre era una buena persona. Tenía un corazón enorme para perdonar, para echar tierra sobre lo que no merecía la pena, para dejar pasar. No conocía el rencor y era supergeneroso. Además, se enfrentaba de cara a los problemas que pudiera tener y hablaba claro, pero siempre con respeto. Nunca lo oí insultar a nadie más allá de «vaya un apañado» o «ese es un sinvergüenza».
Era creyente, pero sin fanatismos. Mi padre vivía para mi madre, de la que estuvo enamorado hasta las trancas desde el primer día que la vio hace más de cincuenta años. Nada le hacía estar más feliz que ver a mi madre feliz. «Esto es lo más grande del mundo», decía cuando nos sentábamos todos a la mesa mientras levantaba una copa de vino para brindar. Cuando alguien le preguntaba si quería una anchoa, una caña o una marinera siempre respondía: «A mí lo que me toque». Mis padres eran un matrimonio que iba a todos lados juntos y el mar, la cala de Bahía, era el rincón preferido de mi padre.
Mi padre sabía estar en cualquier sitio. Tenía un humor exquisito, muy rápido de mente, pero sin ridiculizar jamás a nadie. Sabía elegir el tono, las palabras, el humor y, sobre todo, sabía hacer que todo el mundo se sintiera bien. Siempre tenía una frase agradable para todos y con todos parecía tener una conexión especial.
Era muy disfrutón. No guardaba nada para mañana y sacaba siempre lo mejor que tenía en la bodega. «Mañana, Dios dirá», decía. Le encantaba jugar al frontón y andar por El Valle Perdido. Y siempre que podía iba a almorzar con sus amigos, con los que quedaba todos los días en el Cabezo Cortao, donde trabajó gran parte de su vida como propietario de su gasolinera.
Mi padre era un hombre recto y justo. Por las buenas, todo, pero a la fuerza, ni un céntimo. Era tan justo que él siempre decía que le hubiese gustado ser juez o árbitro de fútbol, porque siempre diría lo que viese. Nunca mentía.
Su padre fue para él la persona más maravillosa del mundo y repetía constantemente historias, frases, enseñanzas y vivencias de él para que aprendiéramos. Siempre quiso ser como su padre.
Criaba conejos y las novelas de El Coyote le devolvían el sueño que se le escapaba varias veces de madrugada. También le gustaba mucho ver películas del Oeste y las rancheras le hacían cantar, Jorge Negrete especialmente. Leía LA VERDAD todos los días e iba recopilando los autodefinidos de los periódicos antiguos que encontraba en mi coche para hacerlos por las tardes.
Pero a mi padre lo que más le gustaba en este mundo era darle un abrazo a cualquiera de sus cuatro hijos. Le cargaba las pilas. Visiblemente emocionado a cada apretón que le dábamos respiraba hondo con los ojos cerrados durante dos segundos.
Era muy dialogante y una de sus frases favoritas era: «En cualquier momento, a la hora que sea, cuando queráis hablar conmigo, siempre estaré disponible».
Cuando algo nos preocupaba siempre decía: «Va a salir bien. ¡Seguro!».
Hace unos años le pedí que escribiera las diez, doce o veinte verdades de la vida. Un listado de lo que había aprendido tras ochenta años de vida. No lo hizo. Con su marcha pensé que había quedado pendiente el que me dijera esas verdades absolutas que me ayudaran a tomar decisiones, a actuar en la vida, a comportarme con los demás o a educar a mi hija. Pero no. No lo hizo. Quizás a sabiendas de que no me hacían falta, porque mis tres hermanos y yo las llevamos marcadas a fuego con el ejemplo que nos ha dado.
Mi padre nos ha hecho mejores personas a todos los que lo hemos conocido y su hueco es imposible de ocupar con nadie y con nada. Y lo peor de todo es que no está él para ayudarnos a superar estos momentos. Pero estoy seguro de que, si estuviese, nos daría un abrazo eterno y nos diría: «No preocuparos. Todo va a ir bien».