Borrar

Un hombre bueno

Murcia, 27 de febrero de 2016

Obituario Diego Vera Castillo

Ha muerto un hombre bueno, y quienes le quisimos -como él nos quiso- estamos obligados a escribir sobre su persona como homenaje póstumo. Un hombre bueno, honrado a carta cabal, trabajador, con una sola pasión: su amor por los suyos, por el respeto a los demás y por la generosidad, con una sonrisa siempre franca para todo el mundo.

Su familia no quiere hacerse a la idea de que se ha ido de manera definitiva. Pero está su sillón, vacío, que ya no volverá a utilizar, como vacía está su silla en la cabecera de la mesa, que nunca más usará. Una mesa que colocó hace tantos años y que luego se fue alargando a medida que llegaban los hijos, y los nietos, y los biznietos.

No están sus manos, esas que en los últimos días estrechaban con fuerza la de sus seres queridos, como si quisiera recibir a través de ellas la vida que se le escapaba a chorros.

Cuando su razón entró en los caminos sin salida del cerebro, no se olvidó de los nombres de sus hijos y nietos, y, sobre todo, de su fiel esposa, compañera leal de tantos años. Por ella, como cantaba Brel, habría sido capaz de hacer un reino en el que el amor fuera el rey y la ley y ella, naturalmente, la reina. Incluso habría sido capaz de traerle -como también cantaba Brel- gotas de lluvia del país donde no llueve nunca.

Muchos de quienes hayan leído la esquela y visto la edad -94 años- quizá habrán pensado, con razón, que había vivido mucho. ¿Pero acaso la medida del tiempo es la misma cuando se está en compañía de un ser tan irrepetible como era él?

No sé cómo se justificará su definitiva ausencia ante uno de sus nietos, de apenas 9 años edad, que hace muy pocos días decía a su padre, desconsolado, que no quería ver sufrir al abuelo. Sí sé cómo se habría sentido este de poder ver a uno de sus biznietos cuando, como ha prometido, dirija la mirada al cielo y le brinde el primer gol que meta en el más inmediato partido que juegue con el equipo de fútbol en el que milita.

No sé, en definitiva, cómo se podrá volver a llenar todo el vacío que deja y en tantos sitios.

Unas funcionarias de la Universidad, compañeras de uno de sus hijos, enviaron un ramo de flores a la capilla ardiente con una tarjeta: se citaba en ella a San Agustín para acertar diciendo que los ojos de quienes nos dejan están llenos de gloria, fijos en los nuestros, que aparecen llenos de lágrimas. ¡Qué gran verdad!

Se ha ido sin hacer apenas ruido, sin molestar, como había sido su larga vida.

Ha muerto un hombre bueno... Era mi padre.